En la víspera de Corpus Christi, decenas de personas, jóvenes y adultas, se reúnen en la Plaza de Armas de Cajamarca.
Llevan tizas, palos, sacos de aserrín y anilina de colores para construir alfombras que el día siguiente marcarán el camino de la procesión. Para las diez de la mañana todo debe haber quedado listo.
Miles de escolares y feligreses rodean la plaza y evitan el ingreso de la gente en la zona de las alfombras.
De la catedral sale el anda con un cáliz y es transportada por seis sacerdotes. A pocos metros del portón de la iglesia, los cargantes se detienen para que Cristo reciba su primer tributo: el de los chunchos y pallas. Los personajes masculinos lanzan alaridos, brincan y realizan maniobras acrobáticas. Mientras tanto, las mujeres ondean sus faldones y danzan coquetas. Luego, ambos personajes callan y se arrodillan ante la cruz, como si un brazo invisible los obligara.
Esta representación de la evangelización tiene significados tan poderosos –y dolorosos–, que es capaz de estremecer hasta al más duro de los espectadores. La procesión comienza. El cáliz recorre la plaza, se cambia de cargadores cada veinte metros. Luego de una hora de recorrido, el altar vuelve a la iglesia y se celebra una misa, lo que pone punto final al día central del Corpus Christi.