Por Homero Bazán Zurita
Este es el lema (propuesto por mi asistente y amigo, gran lector, Martín Velásquez Jave) de nuestra Feria del Libro de Cajamarca en su cuarta edición (FELICAJ IV); y se meditó, para escogerlo, en que, al final, cuando lees, te empapas de letras, que es lo que contienen los libros, ello es, letras ordenadas en forma lógica y sintáctica, o dicho de otro modo, la manera cómo las letras se combinan y los textos que forman para expresar significados. Y empapar (tomado del Diccionario de la Real Academia Española – DRAE) implica “absorber dentro de los poros, imbuirse de un afecto, idea o doctrina hasta penetrarse bien de ellos”.
El objetivo de la FELICAJ IV es promover la afición por leer, acepción esta (leer) que el DRAE define como: “Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados; comprender el sentido de cualquier representación gráfica; entender o interpretar un texto de determinado modo”.
Cuando leemos un libro viajamos a otros mundos, a otras realidades, a otras culturas; y, así, no solo adquirimos conocimientos directos de uno u otro tema, sino también empezamos a imaginar y a soñar con otros espacios, personajes, escenarios lejanos, situaciones de vida diferentes, y con un abanico de posibilidades vitales; por eso, asimismo, decimos que leer es una forma de vivir y debería ser siempre un gozo placentero. Y repito lo que dice la periodista Lorena Salmón (revista Somos, 11/08/2019): “Porque estoy segura que la lectura te salvará: te abrirá puertas y te dará refugios tan íntimos y privados, tan tuyos, te llevará a lugares impensados antes, te conmoverá,…te identificarás, te reirás en voz alta, llorarás…Porque leer te hace grande. Amplía tus límites, hay miles de universos. Porque te reta y te provoca. No hay límites”.
Y muchos empezamos leyendo publicaciones simples, como es el caso de las historietas ilustradas que muchos padres prohíben a sus hijos, porque consideran que no es “buena lectura”. Discrepo con esto porque aun leyendo historietas (muchas de ellas de alta calidad y enseñanzas, como Mafalda de Quino –Joaquín Salvador Lavado Tejón-, por citar un ejemplo), se nos induce al hábito de leer. Empiecen con Condorito y no se van a arrepentir. Y cada vez iremos avanzando hasta leer libros de mayor profundidad y trascendencia, y, ojalá, no aburridos.
Yo les cuento algo de mi propia experiencia. Supongo que a los seis años, o algo así, todavía en la bucólica Cajamarca de mi niñez, me inicié leyendo historietas (se las llamaba “chistes” a estas publicaciones popularísimas) que se alquilaban en algunas esquinas y que estaban a la vista colgadas de unos cordeles o “guatos” que se sostenían en unos palos atravesados. Un amigo de niñez, cuya madre era comerciante y tenía recursos económicos, compraba para su hijo cajas de historietas de las que nos regodeábamos leyendo en los ratos de ocio o en vacaciones. Así, leíamos al Pato Donald, Mickey Mouse, el gato Félix, Popeye, Lorenzo y Pepita, Archie, Supermán, Batman, Dick Tracy y otros memorables personajes del “cómic” de esos años.
A los ocho años y hasta mi adolescencia, empecé a leer literatura “de la buena”; mi padre que era profesor de lengua y literatura compraba sus “libritos”, como él los llamaba, y, así, conocí los libros de los Festivales del libro popular (1956-1960) y los famosos Populibros (editados entre 1963 y 1965), de autores peruanos, latinoamericanos y mundiales, que fomentó el narrador, periodista y político peruano Manuel Scorza. Conocí, de esta manera, a los universales Edgar Allan Poe, Ernest Hemingway, Antón Chejov; a latinoamericanos como Rómulo Gallegos, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier; a nuestros compatriotas César Vallejo, José María Arguedas, Enrique López Albújar, Sebastián Salazar Bondy, Ciro Alegría, Mario Vargas Llosa, Enrique Congrains, Julio Ramón Ribeyro, Oswaldo Reinoso; y muchos otros.
También me acuerdo de “Infancia – Adolescencia – Juventud”, una suerte de autobiografía de los primeros veinte años de León Nikolaievich Tolstoi, de la editorial Aguilar de 1956; revelo que, de entrada, lo que me fascinó fue el inusual (para mi poco conocimiento) nombre ruso de este autor. Más, igualmente, en estos años, leía en la revista Vanidades (que una querida tía compraba impajaritablemente cada mes) las novelas de la “reina de la novela romántica”, la española Corín Tellado, que muchos calificarían como cursis.
Leía siempre por la noche y a la luz de una vela, en su respectivo candelero, ya que el abastecimiento eléctrico en la Cajamarca de ese tiempo era un remedo, al punto que a los focos de alumbrado público y casero les llamábamos mechones.
Iba, además, a la biblioteca del obispado cajacho -cuyo local miraba a nuestra Plaza de Armas-, donde leía las revistas “Billiken” (publicación creada por el gran escritor argentino Constancio C. Vigil y que en este 2019 cumplió 100 años) -con historietas, cuentos, personajes de ficción, juegos, curiosidades-, de la editorial argentina Atlántida, y “Avanzada”, promovida por el obispo del Callao Monseñor Durand Flores y que traía las aventuras de los entrañables personajes Coco, Vicuñín y Tacachito, cada uno representando a los niños de la costa, la sierra y la selva, respectivamente. En los anaqueles de esta recordada biblioteca llamaban mi atención las colecciones del “Tesoro de la Juventud” o Enciclopedia de Conocimientos, versión hispanoamericana de la enciclopedia infantil inglesa The children’s encyclopaedia, que captaba nuestro asombro por la información sobre losavances científicos, las maravillas naturales y los progresos que la creatividad humana había sido capaz de alcanzar, hasta esas épocas.
A los nueve años recuerdo haberme iniciado con la lectura de obras grandes (y, literalmente, pesadas). Así leí, a tal edad, las “Tradiciones Peruanas Completas” de Ricardo Palma, editada en 1957 por la Editorial madrileña Aguilar, impresa en fino papel cebolla, y que mi esposa lo tiene como libro de cabecera por casi toda su vida de casada. Recuerdo a otras dos: “Napoleón Bonaparte” (no sabría el autor), biografía de este famoso estratega, de cientos de páginas y de un lomo empastado de color azul; y “La Montaña Mágica” (Editorial Luis Vives de Zaragoza, 1958) de Thomas Mann, premio Nóbel de Literatura de 1929, libro que narra las vivencias de un joven en un sanatorio de tuberculosos en Suiza, dentro de una crisis y decadencia europea antes de la primera guerra mundial. Este libro, que para mí es muy profundo y extenso, ya lo he leído cuatro veces, y estoy por la quinta, tratando cada vez de comprenderlo a cabalidad.
He leído, también de adolescente, las aventuras y desventuras –de toda laya- del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha y de su fiel escudero Sancho Panza –en edición escolar de la Editorial mexicana Diana, 1961-, personajes que despertaron mi afecto y adhesión y los tengo siempre presentes como actores inolvidables de la novela hispana, así como empecé a admirar a Don Miguel de Cervantes y Saavedra por su monumental obra; impresionado también por las hermosas y detalladas ilustraciones de Doré y Pisan. Confieso que no he leído la Biblia –que dicen que es el libro más leído del mundo-, salvo los Salmos 23 y 46 a los cuales les otorgo mucho significado espiritual y los sé de memoria.
A fines de los 1960´s leí, por supuesto, la monumental “Cien años de soledad” (publicada por primera vez en 1967, por la editorial argentina Sudamericana) del Nóbel (en 1982) Gabriel García Márquez, y de el he leído también “El coronel no tiene quien le escriba”, “Noticia de un secuestro”, “El amor en los tiempos del cólera”, “Crónica de una muerte anunciada”, “Memoria de mis putas tristes” y su autobiografía “Vivir para contarla”, entendiendo lo que es, en verdad, su realismo mágico. Y con nuestro nativo Nóbel (el 2010), Mario Vargas Llosa, he recorrido casi todas sus obras, desde sus cuentos “Los jefes” y “Los cachorros”, en edición de Populibros allá por 1963. En esta década publicó, asimismo, nuestro ilustre paisano, “La ciudad y los perros” (Editorial Seix Barral, 1963), “La casa verde” (1965) y “Conversación en la Catedral” (1969), que leía a veces de un tirón, en una amanecida. La más monumental de sus novelas me parece a mí, simple y humilde lector, “La guerra del fin del mundo”. Con Vargas Llosa entendí, lo que el mismo dice sobre su producción: “que aborda la ‘verdad de las mentiras’, o la constatación de que la palabra crea un mundo propio que se parece a la realidad externa, pero que tiene sus propias reglas y ‘verdades”. Como en el caso de muchos lectores he releído estas y otras obras, porque como dice el popular dicho: en la repetición está el gusto.
En la universidad, ya en Trujillo, y luego en Estados Unidos, he tenido que leer, calculo, unos 400 libros –y otras publicaciones- referentes a mi formación profesional en pregrado y posgrado, y en la hechura de tres tesis. Y en mi tarea docente universitaria (voy por los 47 años), otros cientos más. Pero también leía, en mis años universitarios, en Trujillo, las “novelitas” de “cowboyes”, de bolsillo, que eran entretenidas y que intercambiábamos con frecuencia entre amigos de barrio.
Todos estos antecedentes me iniciaron y formaron en la lectura, práctica que he conservado toda mi larga vida de ya siete décadas. Tengo una pequeña biblioteca personal de unos 700 libros y, por varios años ya, suelo leer en español, portugués e inglés, básicamente novelas de reconocidos autores nacionales e internacionales. Y les comento, al paso, sobre mi forma de leer: usualmente leo dos o tres novelas al mismo tiempo, sin mayor dificultad en seguir las distintas tramas.
Destaco, entre otras lecturas, que el año pasado leí “O colecionador de peles” de Jeffery Deaver, “Origin” de Dan Brown y “Falcó” de Arturo Pérez-Reverte. Este año ya leí “El héroe discreto” de Mario Vargas Llosa y “A column of fire” de Ken Follett. Acabo de iniciar la lectura de “Badfelas” de Paul Williamson –sobre el crimen organizado en Irlanda en las últimas décadas- y espero leer, antes de que acabe el año, «Permiso para retirarme. Antimemorias 3», de Alfredo Bryce Echenique y “Sabotaje” de Arturo Pérez-Reverte, autor, este último, del que me gusta mucho su forma de escribir. Considero que me falta leer “La violencia del tiempo” del piurano Miguel Gutiérrez. También disfruto leyendo poesía, aun cuando no conozco mucho, pero me gustan los peruanos César Vallejo, Javier Heraud, Juan Gustavo Rose y Livio Gómez, así como el chileno Pablo Neruda, el nicaragüense Ernesto Cardenal y los brasileños Mario de Andrade y Mario Quintana.
No soy de leer libros en pantalla electrónica (e-books) y menos creo que me acostumbraría a los “audiolibros” (en que escuchas la lectura de un libro). Soy de los que leen el libro impreso; huelo el libro, lo acaricio, palpo la carátula, aprecio su número de páginas, la textura del papel, y lo dejo reposar en mi regazo para hacer pausas (costumbre de viejo, dirán muchos: y yo les contestaré: ¡Sí pues!, como el gran actor y director mexicano Emilio “Indio” Fernández). Pero dejo constancia de que no tengo nada en contra de estas nuevas formas de libros -y de su lectura (o escucha)-, que, con certidumbre, serán tan válidos y formativos como el leer un impreso.
De todas maneras, puedo dar fe de que la lectura sí es un modo de vivir. Y ¡Por vida!, como dirían mis paisanos shilicos, no puedo estar sin leer, siempre y a cada momento. Cuando visito una oficina o consultorios (almacenes de viejas y pasadas revistas, ¿verdad?), o a alguien en su casa, lo primero que hago es mirar los libros y revistas que están al alcance y hojearlos si las circunstancias lo permiten.
Por último, y para no cansarlos más con estas divagaciones y vivencias que les he relatado (sin algún ánimo de presunción, ya que acabo de leer, por ejemplo, que una joven escritora que ha estado en la Feria Internacional del Libro de Lima, lee 200 libros por año), les invito y les convoco a leer; no se van a arrepentir nunca. Y, antes que se me pase, les digo que el que lee siempre estará mejor educado e informado y, con toda seguridad, tomará mejores decisiones en todos los actos de su vida (incluyendo el saber elegir a nuestras autoridades y representantes, para que no nos llamen peyorativamente “electarados”).
Por eso, una buena oportunidad de exponerse a la savia -esto es a la energía y al elemento vivificador- de los libros, y de sus editoriales, es visitar la Feria del Libro de Cajamarca IV, que va del 22 de agosto al 1° de setiembre de este año 2019, en el Pasaje La Cultura.
¡EMPAPÉMONOS DE LETRAS Y DE LIBROS!